A
menudo se acusa a las familias que practican la crianza con apego de vivir en
una burbuja: eligen a conciencia los sitios dónde ir con los hijos, las
opciones de escolarización, la comida… y todas esas cosas, dicen algunos,
impiden que los niños se enfrenten a la realidad, se frustren y aprendan de
ello. Hay gente que, al haber crecido sintiendo la verdadera frustración son
incapaces de reconocerlo todavía como una carga, y la única manera que tienen
de darle forma es justificarla y aceptarla: “la
vida es así, lo único que haces al (póngase aquí lo que proceda) es retrasar lo
inevitable.”Pues no. Las familias intentan elegir lo mejor en cada momento
para sus hijos, evitándoles en lo posible situaciones insanas para un
crecimiento integral, pero los límites “naturales” están ahí, existen y no se
pueden evitar, y las familias sanas pueden sacar provecho de ellas para
aprender juntos.
Las
fiestas navideñas son una de estas situaciones raras: alegres para unos,
tristes para otros, en cualquier caso sí que podemos reconocerles que son
capaces de generar cierto grado de desasosiego en casi cualquiera con sangre en
el cuerpo: cambio de alimentación, de horarios, de comidas, saturación de
visitas, de viajes, de regalos... es fácil que generen cierto estrés, en
adultos y también en niños.
Hoy
proponemos usar estas fechas para crecer, para darse cuenta de si lo que les
exigimos a los niños responde a objetivos reales y ajustados a sus capacidades,
o si sólo están pensados desde la adultocracia
que generalmente se practica. También para demostrarles, con hechos y no
sólo con razones, cómo abordar situaciones delicadas y salir airoso sin
ofender. Y para ayudarles a afrontar situaciones que generan ansiedad sin
desbordarse.
No es
bueno comer tantas chuches. Es verdad, del azúcar
refinado generalmente se abusa. Pero
está ahí y es una difícil resistirse. Los que no son golosos igual no lo ven
tan complicado, pero se puede intentar hacer la prueba con cualquier otra
tentación (por ejemplo, el vinito tan rico que siempre traen los cuñados). Los
niños se pueden fijar mucho en cómo un adulto afronta la prueba de “la bandeja
del turrón”. Se haga lo que se haga, ayuda verbalizarlo y darle forma
comprensible para ellos: “voy a coger
otro trozo de mazapán porque tomo dulces sólo los domingos (o los días de
fiesta, o hace dos días…), así que hoy puedo”. O, por el contrario: “me encantaría comer otro alfajor, pero ya he
comido uno (o ayer, o esta semana) así que mejor que no lo haga, para que
no me duela la barriga (o se me caigan los dientes o, mejor todavía, la verdad:
no es sano). Y no vale sólo decirlo, hay que hacerlo. No se puede coger el
segundo trozo cuando se va a la cocina a ayudar a recoger: si no es bueno, no
es bueno, para nadie.
No se
pega. Cierto, está muy feo pegar, tanto física como
verbalmente. Pero en las cenas de Navidad en ocasiones se presencian auténticos
combates verbales al compás de noche-de-paz-noche-de-amor. Los adultos se
suelen justificar: “es que tu cuñada
siempre saca ese tema para picarme”, “es que mi suegro se pone pesadísimo con
ese tema y al final, salto”. Los mayores suelen tener siempre una buena
excusa para ponerse a gritar/mandar a paseo/cortar de malas formas a alguien, y
sin embargo, son capaces de encontrar muchas alternativas que se podrían llevar
a cabo antes de que un pequeño le dé un mordisco a otro: “eso no se hace, hay que hablar las cosas, tenéis la razón los dos,
poneros cada uno en un sitio y así no os molestáis”, etc. Pues adelante: si
no me llevo con mi tía Adela porque siempre me chincha, intentaré usar la
asertividad para indicar que algo no me gusta y que además NO voy a tolerar que
me caliente la cabeza delante de toda la familia en Nochebuena. Hay quien dice:
“mejor una vez colorada que cien verde”, y tiene razón. Antes (mejor) o durante
la cena advertiremos a la tía Adela que sus comentarios sobre el mal gusto que
tenemos para elegir los nombres de nuestros hijos no nos gustan y no vamos a
tolerarlos, aunque para ella sea muy divertido o lo haga sin maldad. Y lo
haremos con una sonrisa, que para los enfados y las amenazas ya está la vida
fuera del salón familiar. Y si es posible, que lo vean los pequeños: así tendrán una herramienta más con la que
defenderse.
Hay
que comer de todo. Y a ser posible sin rechistar. Incluso la sopa de
cebolla que nuestro cuñado nos hace año tras año, porque es sanísima, aunque a
mí me repita y me fastidie el resto de la noche. Claro que también podemos
intentar sonreír y apostar por el “seguro
que está buenísimo, pero no es para mí, gracias”. O incluso probarlo, comer
menos, pero darle una oportunidad y esperar al segundo o repetir postre. Así se
estará ofreciendo una alternativa educada sobre cómo hacer con la comida que no
nos gusta.
(Y mi
favorita) Hay que compartir. Los pequeños no suelen tener demasiado
problema en compartir juguetes cuando están pasando un buen rato con alguien
que les gusta. Lo tienen cuando están cerca de otro que no lleva la misma onda
y hay un conflicto por bienes limitados (dos niños y un solo muñeco, guerra
asegurada); y sin embargo los adultos frecuentemente sugieren exigen que
uno comparta con otro sólo porque están en una misma dimensión
espacio-temporal. Bueno, pues lo mismo para los adultos: compartamos algo
valioso con gente con la que no tenemos nada en común o a la que generalmente
no tratamos, por ejemplo, nuestro tiempo. Quizá con la mente abierta y algo de
escucha descubramos algo que nos sorprenda.
Como
se decía más arriba, son éstas unas fechas que generan cierta ansiedad. Si se
asume por un adulto, se habla, se valora, se acepta y se normaliza, es fácil
que los más pequeños la vivan también así: estarán observando que las cosas no
siempre son como uno quiere, que los momentos felices se acaban, que a veces es
fácil sentirse acorralado sin saber bien por qué, pero que mirando para sus padres, podrá encontrar
el camino. Pues hagámoslo. Eso también es poner límites.
Gracias
por haberme acompañado durante este año, espero que estéis también ahí en 2013... y ya sabes... no tengas miedo a salir de la burbuja.
Abrazos
y felices fiestas.
Beatriz
Coronas, psicóloga.
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