Esto que os voy a contar sucedió hace muchos años, unos 14. Según para quién serán pocos, pero para mí es toda una vida. Hacía cerca de un año que había fallecido mi madre y yo atravesaba un periodo difícil. Vivía con mi padre, un señor mayor entonces de setenta y muchos años. Al duelo habitual y profundo que sucede a la pérdida de una madre se le unían otros problemas que resolver.
Yo había pasado de ser una “adolescente tardía” con derecho a techo y comida a ser una mujer agobiada por no saber organizarse entre las labores domésticas y el trabajo. Y es más, por no tener ni puñetera idea de cómo llevar y administrar una casa. Cumplía los mínimos de cocinar y tener la ropa limpia, pero la limpieza y el orden los llevaba fatal. Había en casa unos cuantos rincones del caos que no conseguía dominar de ninguna de las maneras y el que más me preocupaba era el que se encontraba en una de las baldas de mi propio armario.
Aquello era una masa informe de ropa, chismes y enseres varios. Un día tomé la decisión firme de ordenar aquel desbarajuste y llegar al fondo de la situación, pero sólo pensar en ponerme, me daba pánico. Decidí que cada vez que saliera de la habitación me llevaría una cosa, una sola, a ver si de aquella manera podía vencer la resistencia que me producía.
Y así lo hice. Muy poco a poco fui sacando ropa, recuerdos, chismes… Una tarde por fin se empezó a ver el fondo. Animada por ello saqué lo que quedaba y llegué hasta el final. Y allí me encontré aquello que llevaba todos aquellos meses queriendo negar, esconder, pero a lo que finalmente no me había quedado más remedio que hacer frente: el bolso de mi madre.
Mi madre entró en el hospital con aquel bolso en la mano y lo saqué yo la madrugada en que ella murió. Se ve que lo dejé en el armario y una parte de mí lo cubrió con cosas hasta olvidarme completamente de su presencia. En él sus objetos personales (nunca esas palabras tendrán para mí tanto significado): su barra de labios, un caramelo, su cartera con su DNI caducado… Su olor, mi dolor concentrado en tantos recuerdos de niña rebuscando en aquel bolso de madre lleno de secretos y cosas prohibidas para mí; me sabía de memoria todo lo que había allí adentro, aún hoy es como si lo estuviera viendo…
Nuestra casa, nuestras cosas y el orden o el caos en el que se encuentran son una prolongación de nosotros mismos. A veces hay que mirarse muy adentro, al fondo de nuestro armario interior, desechar los mil cachivaches emocionales que nos ponemos como parapeto en la vida hasta que somos capaces de enfrentarnos a nuestras más oscuras sombras y dolores más profundos. Nunca sabremos quiénes somos hasta que no demos la vuelta a cada estantería y cada cajón, haciéndonos dueños de su contenido, poniéndolo a nuestro servicio. Aunque nos lleve toda una vida merecerá la pena.
Mónica Álvarez
Psicóloga, Terapeuta de Pareja y Familia.
www.elhadadelosgirasoles.blogspot.com
Gracias Mónica por el artículo, está fenomenal, siempre hay donde mejorar, ser más conscientes y llevar los "recados" emocionales al día. Abrazos!
ResponderEliminarHola Silvia! Muchas gracias a ti!!
ResponderEliminarTambién es importante darse el tiempo suficiente para procesar emocionalmente aquello que necesitemos digerir con nuestro "estómago del alma". Besos!
ResponderEliminarnunca pensé que podría estar escondiendo algo en el fondo de mi armario....porque no se vé el fondo...gracias por crearmee la necesidad de buscar.
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