Siempre me ha gustado observar a los niños. No tanto interaccionar con ellos como mirarlos y dejarme sorprender. Hace algunos años, en un parque al que solía ir a leer, vi unas niñas de unos ocho o diez meses acompañadas de sus madres. Se aferraban como podían a un tobogán que tenía en un lateral una rampa con muescas para trepar y subir. Las madres hablaban entre ellas mientras atendían a las niñas. Una de ellas le sujetaba de los brazos o del culete para ayudarle a subir la rampa y después la sentaba en el tobogán para bajar, una y otra vez, con la paciencia que sólo un niño puede provocar. La otra mamá permanecía sentada en el suelo, o en cuclillas cerca de su hija, mientras ésta intentaba ponerse de pie y dar algunos pasos alrededor del tobogán. En ese momento, esa niña me dio un poco de pena... seguro que le encantaría probar el tobogán.
Meses después volví a ver al grupo casi al completo. La primera nena iba esta vez con su abuelo, que le sujetaba con amor de los brazos o del culete para ayudarle a subir la rampa y después la sentaba en el tobogán. La otra nena iba con su madre, que permanecía de pie, a unos pasos del columpio. La nena trepaba por la rampa una y otra vez, subía y bajaba, siempre por la rampa. Oí que el abuelo de la primera niña le decía a su nieta: “¿ves? Tienes que aprender a subir así por la rampa tú solita”. Y después, se dirigía a la amiguita: “pero no bajes por ahí, tírate por el tobogán tu también”. Siempre entre risas y abrazos, siempre con ternura.
Lo que realmente me llamó la atención y me hizo pensar fue que cuando se iban a marchar, la mamá de la escaladora le indicó a la pequeña: “¡mira, ahí viene papá!” y vi por primera vez a esa niña tirarse como loca por el tobogán, sin miedo, para ir corriendo a los brazos de su padre.
No fue hasta un poco después que descubrí dos libros que enmarcaron esta experiencia que quizás de otra forma hubiera olvidado. Uno de ellos fue El concepto del continuum de Jean Liedloff. El otro, Moverse en libertad de Emmi Pikler. Las y los que conozcáis estas obras ya sabréis “de qué otras formas” integré esa experiencia y a los demás os invito a leerlos y a valorar la historia anterior de nuevo. Sin embargo, hay una cuestión a la que hoy en día sigo dándole vueltas: el hecho de valorar el proceso de lo que llevamos a cabo.
Rebeca López, Kisikosas |
A la niña de mi relato se le ha permitido, gracias al tiempo y a la libertad de movimientos, desarrollar habilidades que muchos adultos valoramos: la constancia, la concentración, la capacidad de superación, la autonomía, la tan traída y llevada capacidad de “frustración”... pero, sobre todo, está aprendiendo a disfrutar del camino. Cuando a una persona no se le ofrecen más ayudas de las que necesita, cuando no se le “ponen muletas”, la capacidad de superación innata tiende a aflorar de una forma constructiva. Es vital para el ser humano (sobre todo cuando no está “taponado” como en la mayoría de los adultos) experimentar, probar y desarrollar nuestras habilidades a través de los procesos, y no únicamente de conseguir una meta.
Los adultos nos proponemos tareas en forma de meta: queremos estudiar una carrera para ejercer, pero a la mayoría la tarea diaria de superar asignaturas nos es pesada, por eso existen los exámenes. Se supone que nos gusta ganarnos la vida trabajando en lo nuestro, pero a muchos tienen que fichar a la entrada y a la salida para comprobar que acuden. Nos interesamos mucho por los fines y no tanto por los medios. Los investigadores le han puesto nombre a este fenómeno: nos hablan de motivación intrínseca y extrínseca e insisten en que cuánto más “internas” son las ganas de hacer algo, más posibilidades tiene de perdurar en el tiempo y de generalizarse.
Los niños pueden pasar horas en una actividad que les llene, que no necesariamente tiene que ser el juguete educativo que les hemos comprado y que no les entretiene. Sólo hay que permitírselo. Pensemos en cuántas situaciones a diario “cortamos” porque tenemos prisa... y algún tiempo después les exigimos que realicen por sí solos, como vestirse o atar el cinturón de seguridad del coche: son actividades que casi todos los niños prueban y que los adultos muchas veces hacen por ellos “porque tardan mucho”. Para ellos no es importante el hecho de terminar vestidos, o atados, sino el momento de manipular, de hacer cómo... de hacer el camino.
Los adultos nos proponemos tareas en forma de meta: queremos estudiar una carrera para ejercer, pero a la mayoría la tarea diaria de superar asignaturas nos es pesada, por eso existen los exámenes. Se supone que nos gusta ganarnos la vida trabajando en lo nuestro, pero a muchos tienen que fichar a la entrada y a la salida para comprobar que acuden. Nos interesamos mucho por los fines y no tanto por los medios. Los investigadores le han puesto nombre a este fenómeno: nos hablan de motivación intrínseca y extrínseca e insisten en que cuánto más “internas” son las ganas de hacer algo, más posibilidades tiene de perdurar en el tiempo y de generalizarse.
Los niños pueden pasar horas en una actividad que les llene, que no necesariamente tiene que ser el juguete educativo que les hemos comprado y que no les entretiene. Sólo hay que permitírselo. Pensemos en cuántas situaciones a diario “cortamos” porque tenemos prisa... y algún tiempo después les exigimos que realicen por sí solos, como vestirse o atar el cinturón de seguridad del coche: son actividades que casi todos los niños prueban y que los adultos muchas veces hacen por ellos “porque tardan mucho”. Para ellos no es importante el hecho de terminar vestidos, o atados, sino el momento de manipular, de hacer cómo... de hacer el camino.
Potenciemos entonces ese instinto para evitar adultos que posponen y que sufren por las obligaciones, que no valoran el trabajo, que no disfrutan con las tareas. Ya que estamos, intentemos no interrumpir.
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