viernes, 25 de octubre de 2013

La Familia y el Ingreso Hospitalario. Parte 1.

Mi pequeña Gabriela nació por cesárea recomendada hace apenas dos meses.
Recomendada por mi marido, recomendada por mi suegro (sí, dos médicos rondando en
la familia) y recomendada por el médico que me controlaba el embarazo. Y aunque yo en
la última semana del embarazo andaba cual canguro nervioso, (a saltitos escondida por la
casa y empujando muebles con la parte más baja de la espalda), no hubo forma de poder
adelantar un parto natural a la fecha programada de la cesárea. Honra decir que una vez
en quirófano pude comprobar que los profesionales tenían razón y, en mi caso, un parto
natural hubiera sido peligroso para ambas.

Pedí que me suministraran una anestesia buena, bonita y cortita. Buena: de esas que no
te enteras de cuando te están rajando; bonita: de esas que no te enteras cuando están
metiendo semejante aguja en la espalda, y cortita: de esas que duran poco más que la
salida del quirófano pues yo, más valiente que nadie, quería estar de pie lo antes posible
para poder atender como siempre a mis dos niñas: mi bebe recién nacida y mi princesa
Palmita, a la que le quedaba ya poquito para cumplir los cinco años.

Y así fue, de tal forma que cuando me puse a llorar en la camilla de quirófano, con los
brazos atados y mis partes bajas al aire, no se trató de que me doliera nada, qué va, -el
anestesista fue magnífico haciendo su trabajo- fue tan sólo la tontería de verme de
semejante guisa únicamente por haberme embarazado. Y la tontería de haber dejado a
una niña en casa, esperándome, y a la que llevaba preparando durante un mes, noche a
noche, contándole antes de irnos a dormir, paso a paso, todo lo que iba a ocurrir la
mañana que naciera su hermanita..."nos levantaremos juntas y desayunaremos, vendrá la
abuelita a jugar contigo y te sello con un beso mi promesa, de mamá, que cuando nazca
la bebita te llamaré para que vengas a conocerla... serás la primera... y te subirás en el
coche del yayo, detrás y con el cinturón abrochado, y la yaya se sentará a tu lado. Y
llegarás al hospital y papá, Gabriela y mamá te estaremos esperando". Y ella se despidió
ese día de mí con la mueca de un puchero y un abrazo, de esos que se sienten tan
adentro que te rajan el alma. Pero no llegó a llorar. Yo me despedí de ella con otro abrazo,
pero tras que le di la espalda no pude evitar pensar, con los ojos bañados de lágrimas,
qué pasaría si algo saliera mal. Cuán diferente es todo cuando tienes a estos locos bajitos
en casa, esperando: esperando para su cuento mientras los acurrucas en la cama,
esperando para que el simple roce de tu mano les calme el dolor de barriguita, esperando
para coger su mano cuando una habitación se queda a oscuras y para soltarla cuando
practica sin ruedines en su súper bicicleta. Esperando tu infinita paciencia en cada uno de
sus enfados, esperando que veles sus noches cuando está enfermita, esperando, siempre
esperando, a su mamá a su lado... "Mamá, tú siempre estarás a mi lado?" "Si mi vida,
siempre" " y aunque pasen muchos muchos años y yo sea mayor, tú siempre estarás a mi
lado..?" La miré a los ojos mientras temblaba por dentro "escúchame bien cariño, tu mamá,
pase lo que pase y pase el tiempo que pase, siempre estará a tu lado, mirándote,
cuidándote y acompañándote, nunca lo olvides..."

Y yo lloraba sin poder parar en esa camilla de quirófano cuando la mano de una
enfermera cogió la mía y susurrándome al oído me dijo: llora, llora todo lo que quieras,
éste es tu momento...desata toda tu emoción y llora"... Porque fui tan afortunada que
quien me cogió la mano no era sólo una profesional de conocimientos, sino también de
corazón.

Y nació mi princesa Gabriela y la calma por fin llegó. Aún sin lavar la puse en mi pecho, la
abracé, la acurruqué y sonreí para desde entonces no poder parar de hacerlo.
Salía de quirófano a las cinco de la tarde camino a la habitación cuando recordé que me
tenían sin comer desde la mañana. Hambrienta y desesperada le dije a mi marido: "ahora
mismo me vas a traer un bocadillo de tortilla". Y Virgen Santa que me lo comí. Jamás
sentí más rico un pan tan crujiente y calentito ni tan sabrosa una tortilla de patatas y es
que acabábamos de comenzar nuestra gran carrera de saltos de recomendaciones y
protocolos.

Cumplí mi promesa y la vida me brindó el momento de poder ver la cara de Palmita
cuando conoció por primera vez a su hermanita. Son momentos tan mágicos que carecen
de descripción: ese brillo en su mirada, esa boca medio abierta, esa emoción en sus
manos. "Mamá, ésta es mi hermana Gabriela?". "Si cariño, es tu hermana". "Y ya para
siempre va a quedarse a vivir en nuestra casa?" "Si princesa, ya siempre estará con
nosotros". Le cogió la manita y pude sentir cómo se crea la magia de la protección.
No preguntamos a nadie, pero yo no dudé en momento alguno en traerme junto a la
maletita de la bebé, otra para Palmita. Traía su pijamita, su conejito favorito para dormir,
algunos libros de dinosaurios para pintar y muchos lápices de colores.

En lo que restó de tarde no vivimos ningún momento ni de aburrimiento ni de niños
nerviosos atrapados entre cuatro paredes... no dio tiempo a nada de eso. Palmita
disfrutaba viendo cambiar los pañales a la bebé, mirándola cuando se despertaba,
acurrucándose conmigo en la cama cuando la bebé tomaba el pecho, pintando a ratos, a
ratos escuchando cuentos. La televisión? Ni siquiera supimos donde estaba.

Si venían las enfermeras ella se ponía detrás de las cortinas, tranquila, para no molestar
el trabajo de quien no quería ser molestado. Pero no pude tener más suerte que ser
atendida y ayudada por unas enfermeras maravillosas, respetuosas y comprensivas.
Y llegó la noche y nos acomodamos así: yo en un ladito de la cama, el más cercano a la
pared, con mi suero y mi bomba baxter puesta. Palmita en el otro ladito, bien pegadita a
mi, ya no porque no cabíamos de otra forma sino porque así duerme cada noche,
conmigo. Levantamos la barrera de la cama para que no se cayera pues la postura en la
que estábamos era en la única en la que podíamos dormir: no había forma de girarse, no
había más cama. Y pegada a esa barrera pusimos la cunita con la bebita. Mi marido se
recostó en el sillón que tiene toda habitación y que todos ya, de una forma u otra,
conocemos.

Y todos se durmieron...

... Y yo comencé a acordarme de maldita la hora en que pedí aquella anestesia cortita. Os
puedo afirmar que ya no me quedaba ni gota en el cuerpo. Me dolía hasta respirar. Era
como si me abrieran las entrañas, como si me separaran las costillas a cada momento.
No lo quiero ni pensar! Sólo sabía mirar la bomba Baxter: bombita baxter, bombita bonita,
anda echa más gotitas... Y la miraba y miraba fijamente y os juro por lo más grande que
no se movía. Llamaba a mi marido: "cariño, ese cacharro funciona?". "Claro que funciona,
te lo he puesto yo". Al rato: "maridito querido, tú estás completamente seguro que eso no
está atascado?, es que me duele un poquito y no veo que caiga nada..." Se levantaba, le
daba unos golpecitos, comprobaba la válvula... "Si mami, funciona perfectamente". Y se
volvía a dormir. Y yo seguía aguantando la respiración, concentrándome en mirar las
gotas y deletreando el nombre de bombabaxter bombabaxter pórtate bien. Y según el
humor y el umbral de la mala leche me movía variante entre el "bombita guapa no seas
tacaña" y todas las maldiciones conocidas e innombrables...

Y a las cuatro y media de la mañana, casi morada de no respirar, con una mijita de dolor
insoportable y a punto de darle un tirón a la bomba baxter y tirarla por la ventana, mi
marido entendió. Procedió entonces a pincharme en la barriga una dolantina... Ay! Santa
sea!

(La historia continua el próximo viernes. Os espero hasta entonces)

Evita Rey
Los Cuentos de Palmita

No hay comentarios:

Publicar un comentario