O de cómo el exceso de perfeccionismo es un mal compañero en muchos aspectos de la vida.
Como las historias anteriores, ésta está situada en la época posterior a la muerte de mi madre, tiempo en el que mi padre y yo tuvimos que aprender de nuevo a convivir desde una perspectiva diferente. Teníamos estresantes añadidos que dificultaban la adaptación a la nueva situación vital, como el hecho de haber heredado la casa con todas sus labores domésticas añadidas para nosotros dos solos.
Uno nunca sabe cuánto es capaz de hacer una madre hasta que no te falta. Yo era incapaz de llevar adelante mis estudios, el trabajo y además realizar las labores domésticas. Me faltaba práctica, rutinas adecuadas, tiempo y sobre todo, ganas, pues no le encontraba yo nada positivo a aquello de pasar el polvo, la mopa, la fregona y otros quehaceres habituales en un hogar.
Lo bueno era que mi padre tenía la costumbre desde que se jubiló de ayudarle a mi madre realizando alguna pequeña tarea y continuó colaborando una vez que ella se fue, en parte por no aburrirse y en parte por echarme a mí un cable, que se ve que se me veía agobiada.
Y sí, me ayudaba, pero se relajó bastante en sus costumbres, porque no creo que estando mi madre viva le permitiera lo que él pretendía que yo le pasase. Y fue lo siguiente:
Un día al volver a casa, entraba la luz de la tarde por la ventana del salón y se veía cómo brillaban los muebles por efecto y gracia del paso diario del trapo del polvo. La mesita de centro, el mueble de la tele, el armario… ¿El armario? Me acerqué para observar más de cerca algo que me pareció raro: las baldas brillaban sólo de las figuritas en adelante. De las figuritas hacia atrás se iba acumulando una capa de polvo…
Cuando vino mi padre, hablé con él muy seriamente y me dijo que él no iba a estar todos los días moviendo las figuritas para limpiar el polvo y yo le dije que para eso, que mejor que no hiciera nada.
Y efectivamente, hizo lo que le dije, dejó de limpiar el polvo.
Y yo inmediatamente me di cuenta de que algo había hecho mal…
Hay momentos en la vida en los que uno tiene que adaptarse a las circunstancias que llegan. Cuántas veces vivimos con un estrés innecesario, metidas en nuestro papel de “superwoman” o de “supermanes”, pretendiendo además que las personas que vivan con nosotros entren en la misma rueda de “elogio al perfeccionismo” pretendiendo lo imposible. ¿Cuántos conflictos innecesarios creamos en casa por pretender llegar a donde es materialmente imposible? ¿Son necesarios?
Cuando llegan épocas de cambios grandes en las familias es importante pararse y hacer una reunión en la que se hablen todos los aspectos cotidianos que hayan podido cambiar. Desde los grandes hasta los chicos de la casa deberían saber en qué situación se está, cuáles son los cambios naturales de los que se está hablando y cuáles van a ser los cambios que irán implementándose dentro de la organización familiar mientras todos se vayan adaptando al nuevo sistema creado.
A veces será necesario pedir el consejo de alguien experto en cambios y crisis familiares, como puede ser un terapeuta de familia que ayude a organizar el nuevo sistema, separe el polvo de la paja y ayude a encontrar soluciones a los problemas reales que vayan surgiendo.
Otras, el tiempo ayudará a poner las cosas en su sitio, al igual que las situaciones, los lugares de cada uno, los tiempos… en definitiva, la vida.
No hay que asustarse de las crisis y los cambios, estamos diseñados y programados biológica y psicoemocionalmente para adaptarnos a todo lo que nos echen. Sólo nos hace falta confiar un poco más en nosotros mismos, aprender a dejarnos llevar, a fluir con la corriente de la vida. Al final veremos que no hemos muerto en el intento, sólo somos más sabios, seguro.
Un par de años más tarde, un día descubrí que mi padre había vuelto a limpiar el polvo por la sala. Sin decir nada, cogía el trapo del polvo cada mañana y repasaba los muebles, la tele y las diferentes superficies susceptibles de acumular polvo. Eso sí, sólo de las figuritas para adelante.
Yo que ya tenía algo más de experiencia, tenía más asumido el duelo y había descubierto que por mucho que la casa estuviera perfecta eso no iba a hacer que recuperase a mi madre, no dije nada y le dejé hacer a su manera. De vez en cuando (cuando él no estaba delante) movía las figuritas de mi madre y limpiaba por detrás yo misma.
En época de crisis la ayuda de todos cuenta, desde la del más grande hasta la del más chico, no se debe desdeñar la aportación de nadie, aunque no lo haga todo lo perfecto que a nosotros nos gustaría. Hasta el gato que incorporamos a la familia ayudó a su manera rompiendo varias figuritas de la discordia. Pero ésta ya es otra historia que contaremos otro día.
Mónica Alvarez
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